Mis coqueteos con un pulpo de anillos azules (la segunda oportunidad)

Todos los buceadores son aventureros por naturaleza y disfrutan con el buceo en profundidad, la exploración de grutas subterráneas o el riesgo que entraña acercarse a animales venenosos para poder apreciar mejor su belleza. Algo de eso hay en la fascinación de Elizabeth Cook y Robert Yin por el pulpo de anillos azules. En nuestra revista de marzo/abril de 2003, nos explicaron su primer encuentro con este bello y peligroso animal. En esta ocasión, su relato nos recuerda algunas de las razones que nos llevan a viajar a los confines del mundo para bucear y gozar con los tesoros de la naturaleza, superando el miedo al peligro.
 

Kapalai es un rincón hermoso y cautivador que fue descrito en una ocasión como «un sueño suspendido entre el cielo y la tierra». Esta isla, que pertenece a Malasia, se alza de improviso sobre el mar de Célebes como un espejismo surgido de las profundidades. Los tejados a dos aguas de los elegantes bungalows marinos instalados en la isla descansan suntuosos sobre zancos por encima de un mar turquesa trufado de peces. Al acercarme a ellos desde mi barca, no dejaba de pensar: «Éste es el sueño de un arquitecto». Extasiado ante el espectáculo, no conseguía decidir si prefería atracar mi embarcación y visitar la isla con calma o saltar por la borda y empezar a descubrir su riqueza marina de inmediato. Finalmente, me pareció más elegante y respetuoso llegar hasta el muelle, donde unos sonrientes empleados recogieron mi equipo y me guiaron hasta mi bungalow.

La vida nocturna bajo el agua
Media hora después, con mi equipo listo y las linternas submarinas en la mano, me sumergí en el agua junto con el guía de buceo para establecer un primer contacto con el mar, antes de que anocheciese. Nos adentramos en el agua pasando junto a un pez cocodrilo de ojos soñolientos sumergido en el último peldaño del muelle y, sin prisas, descendimos por una pared de 13,7 metros de formaciones coralinas, abanicos de mar y restos de coral que alojaban numerosos cangrejos, dragoncillos y góbidos. Nos detuvimos un momento para deleitarnos con los ricos y llamativos colores de un grupo de gobios mandarines en el momento de su apareamiento. Nos costó poco identificar a los machos, que tienen un tamaño dos o tres veces superior a las hembras. Cuatro o cinco hembras revoloteaban entrando y saliendo del suelo formado por restos de coral, mientras un solo macho las perseguía. Parecía que jugaban a pillar y esconderse. El macho intentaba «pillar» a una hembra particularmente dispuesta cuando, súbitamente, ambos se elevaron 1 m en la columna de agua, soltaron sus huevos y su esperma y regresaron rápidamente a la seguridad del fondo.
 

Seguimos nuestro trayecto hasta llegar a un gran macizo coralino, en cuya parte superior encontramos entrelazado un enorme y majestuoso pulpo que no pareció inmutarse por nuestra presencia. Nuestras linternas iluminaron un pejesapo verrugoso de colores chillones que se paseaba sobre una esponja incrustante de color rojo. Mientras le observábamos, trató de poner a su alcance un pequeño bocado con el que empezar su cena. En tres movimientos sucesivos, echó su señuelo, abrió increíblemente las mandíbulas y las cerró de golpe, todo ello con tal rapidez que ni siquiera perturbó a los animales cercanos, que siguieron con sus asuntos como si nada hubiese ocurrido. De hecho, se movía a tal velocidad que no sé siquiera si consiguió atrapar su tentempié. Esta primera inmersión se me hizo corta: parecía que acabábamos de empezar cuando nuestro guía nos hizo una señal y nos dirigimos de regreso al muelle. Tenía en la cabeza un montón de fotos que me proponía hacer al día siguiente, y con esa idea me fui a dormir.

A la mañana siguiente
A primera hora de la mañana, recogí las elegantes contraventanas de madera que cubrían toda la pared posterior de mi bungalow, abrí la puerta delantera y sentí el calor del sol naciente inundando el suelo de parqué de la habitación. Preparé la cámara y pensé en la pequeña isla de Kapalai muchos años antes, cuando no era más que un promontorio aislado cubierto por una vegetación rala. Esta isla forma parte del Arrecife de las Ligitan que rodea el profundo mar de Célebes. Con el tiempo, la vegetación de la isla ha desaparecido y la erosión ha reducido el terreno a un pequeño banco de arena. A veces, cuando baja la marea, puede caminarse de lado a lado de la isla, pero cuando la marea vuelve a subir queda cubierta y se convierte en el lugar de recreo de infinidad de crías de rayas de arrecife, con sus manchas azules y su cola rayada.
 

Mi compañero de buceo vivía en un barco cercano denominado Celebes Sea. Estuvimos charlando sobre los arrecifes y los animales marinos que él y sus amigos habían visto esa misma semana. Entre otras maravillas, me explicó que habían sorprendido a una pareja de pulpos de anillos azules en el instante en que se estaban apareando. Lo que recordé en ese momento no fue la escasa frecuencia con que se ven estos animales, sino el hecho de que su veneno puede ser mortífero. Durante algunos días, estuvimos familiarizándonos con la vida que bullía bajo el muelle y realizamos varias inmersiones desde el barco en los arrecifes próximos a Kapalai. Las visitas a un paraje de la isla de Mabul denominado «Paraíso» nos permitieron fotografiar caballitos marinos y recrearnos con la exótica colección de peces ballesta, serpientes de mar de curiosos dibujos y mosaicos, polillas de mar y otras criaturas bentónicas que yo desconocía. En cambio, decidimos no visitar la cercana isla de Sipadan, con sus magníficas tortugas, lucios y barracudas, sólo porque ya habíamos buceado allí en varias ocasiones en viajes anteriores. En su lugar, decidimos ir a «la Plataforma» —su nombre real es Seaventures Resort—, una plataforma petrolífera rehabilitada para la práctica del buceo. Allí encontramos un entorno marino muy peculiar donde reinaban los pejesapos amarillos grandes como mi cabeza y las rayas murciélago, que posaron para nosotros en el interior de la parte sumergida de la superestructura.

Un mortífero visitante
Después de varios días de buceo, mi compañero y yo vimos un pulpo de anillos azules de unos 15 cm. Él estaba entusiasmado. Haciendo gestos enérgicos con las manos, me invitó a acercarme más y más al animal, como pareciendo olvidar el peligro que entrañaba. En seguida entendí que su intención era fotografiar al pulpo junto a mi cabeza para que pudiese apreciarse su tamaño. Accedí a su petición y aproveché para observar de cerca aquel maravilloso animal, que estaba atareado buscando pequeños crustáceos y dando golpecitos con sus múltiples brazos para pescar en las hendiduras que se abrían entre los restos de coral. Recordando que los pulpos de anillos azules pueden ser extremadamente peligrosos (aunque no agresivos), presté especial atención a la velocidad y la dirección de sus movimientos: la prudencia me dictaba andarme con cuidado, pues el veneno de este animal puede ser mortal. Mi amigo tomó varias fotos antes de que el pulpo se deslizase hacia el interior de una hendidura. Más tarde me explicó que, en 40 años de buceo, y después de miles de inmersiones, sus encuentros con pulpos de anillos azules podían contarse con los dedos de la mano. Al escucharle, pensé que tal vez nunca volvería a ver a aquel precioso animal.

Una emocionante segunda oportunidad
Los días fueron pasando y decidí olvidar los horarios marcados de las salidas en barco para dedicarme a bucear en la pendiente de restos de coral situada bajo el embarcadero. Quería fotografiar a un hermoso pez denominado gobio mandarín, así que tome mi cámara y empecé a bajar por la pendiente hasta llegar al «Palacio de los mandarines». Me detuve en un lugar que me pareció estratégico y apoyé la cabeza en un recoveco de la base de un gran coral. Puse todos mis sentidos en mi objetivo y, concentrado, intenté sacar bien de cerca a los gobios mandarines que revoloteaban por encima del fondo. Tras sacar varias fotografías manteniendo al máximo la concentración, detecté un objeto que se deslizaba ondulante en el margen de mi campo de visión, pero continúe centrado en los gobios para no distraerme. Aquel revoloteo volvió a aparecer en un extremo de mi mascara y, aunque intenté no fijarme en él, empezó a desplazarse hacia abajo, molestándome cada vez más, así que me giré para apartarlo. Para mi sorpresa, comprobé que se trataba de un diminuto pulpo que lucía unos anillos azules luminosos y palpitantes. Casi me desmayo de la emoción. Dirigí la cámara hacia el pulpo y, con las manos casi temblando, ajusté las luces estroboscópicas mientras seguía el movimiento del animal con el rabillo del ojo. Me coloqué frente al visor, enfoqué y desplacé la cabeza hacia atrás para observar, atónito, la imagen que encuadraba la cámara. ¡No había un pulpo de anillos azules, sino dos! Parecían dos enamorados: el macho estaba envolviendo firmemente el manto de la hembra.
 

El corazón se me aceleró. De repente, todos mis conocimientos fotográficos parecieron esfumarse y empecé a dudar: ¿Cuánto rollo me quedaba? ¿Había colocado las luces estroboscópicas en el ángulo correcto? ¿Se habían reciclado del todo? ¿Cuál era la apertura del diafragma de la cámara en ese momento? ¿Había otros animales en el encuadre? En un gesto casi reflejo, saqué una primera fotografía y esperé con impaciencia a que se reciclaran las luces estroboscópicas. Fueron los segundos más largos de mi vida. Saqué dos fotografías más y comprobé que mis amigos seguían allí. «¡Sólo una más, por favor!», rogué. «¡Salid de detrás de la roca!» No podía hablarles pero deseaba con todas mis fuerzas que se movieran para tenerlos de nuevo al alcance de mi objetivo. Increíblemente, se deslizaron en mi dirección y, a continuación, se desplazaron cautelosamente hacia un lado. Sólo puede hacer una última fotografía antes de que se colaran en el interior de una pequeña gruta custodiada por una cortina de gobios mandarines. Con la certidumbre y la satisfacción de saber que al menos había sacado una fotografía buena, respiré profundamente y deshice mi camino aleteando y alejándome del fondo cubierto por fragmentos de coral.
 

Cuando llegué a la superficie, estaba impaciente por explicar mi aventura a mi compañero, que también acababa de salir. Pero ni él ni el ayudante de instructor me dejaron relatar los pormenores de mi encuentro: lo único que les interesaba era saber dónde estaban los pulpos, y se zambulleron de inmediato en el agua prácticamente sin tiempo de colocar en su lugar la carcasa protectora de sus cámaras. A pesar de intentarlo, no consiguieron encontrar a la pareja de pulpos enamorados ni a ningún otro pulpo de anillos azules durante el resto de nuestra estancia. Varios meses después, mientras reflexionaba sobre mi visita a Kapalai, me di cuenta de que no podía recordar con detalle las 38 inmersiones con las que tanto había disfrutado. Aunque tampoco me acordaba bien del momento en que contemplé el cortejo de la pareja de pulpos de anillos azules, nunca olvidaré la emoción que sentí en aquellos instantes. ¿Se trataba de una invención fruto de mi imaginación, excitada por la magia de Kapalai? Para deshacer mis dudas, volví a contemplar mis fotografías.

Consejos de seguridad para fotógrafos subacuáticos
No os olvidéis nunca de respirar. Respetad siempre la «regla de oro» del buceo con escafandra: no hay que aguantar la respiración, porque puede producirse una sobreexpansión pulmonar grave e, incluso, mortal. Mejorad vuestra flotabilidad: desde el punto de vista meramente práctico, la capacidad de controlar la flotabilidad es fundamental para un fotógrafo. Saber mantenerte inmóvil por encima de un arrecife evita que la cámara se golpee contra los corales o que la toquen las babosas de mar, las anémonas u otros animales de movimientos lentos. Una buena flotabilidad también ayuda a no remover la arena con las aletas, lo que podría molestar a otros fotógrafos y crear reflejos inoportunos en las fotografías. Tened cuidado con la acumulación de tareas: la fotografía subacuática es, probablemente, la más compleja de las disciplinas fotográficas. Un error bajo el agua puede resultar mortal, por lo que es fundamental practicarla con la certeza de que se domina a la perfección la técnica del buceo antes de añadir a las dificultades inherentes de esta actividad el peso del equipo fotográfico y las eventuales distracciones y problemas que puede generar la fotografía. Comprobad regularmente que el equipo está en buenas condiciones y llevadlo a menudo a un establecimiento para que verifiquen el correcto funcionamiento de las válvulas. Es importante marcar un límite de aire y ceñirse estrictamente a él. Recordad que el tiburón ballena aparece siempre en el momento en que alcanzamos los 500 psi. Es imprescindible ser suficientemente disciplinado como para establecerse un límite y respetarlo: nuestra vida y la de nuestros compañeros de buceo podrían depender de ello.

Descarga el artículo

Sumérgete en las últimas
historias, antes que nadie.

Suscríbete
al boletín
Alert Diver.